“Estoy triste”, “estoy deprimido”, “no tengo ganas de nada”. Son algunas de las frases asociadas comúnmente a la depresión, sin saber realmente bien a qué nos estamos refiriendo. Todo el mundo se ha sentido alguna vez con el ánimo caído, pero, ¿cuándo estamos verdaderamente ante un caso de depresión? Y, ¿qué es exactamente la depresión, estar triste, o algo más?
Una de las características principales de la depresión es la tristeza, pero aparece acompañada de otros síntomas, como pensamientos negativos acerca de uno mismo, el mundo y el futuro; disminución de la energía; o insomnio.
Mientras la tristeza es un tono vital bajo, y una de las características de la depresión, la depresión es un estado de ánimo. Es decir, más constante, duradera, y con mayor presencia sintomatológica.
Así, el trastorno o episodio depresivo mayor, que es el desorden afectivo más común, dentro de la depresión, se caracteriza por la presencia, durante al menos dos semanas, de un estado de ánimo deprimido, y desinterés o disminución del placer en cualquier actividad. Estos síntomas van acompañados de otros, como: la pérdida o el aumento de peso, el insomnio o hipersomnia (exceso de sueño), agitación o enlentecimiento psicomotor, bradipsiquia (enlentecimiento psíquico), fatiga, sentimiento de inutilidad o culpa, dificultad para concentrarse o indecisión, y/o pensamientos recurrentes de muerte o suicidio. Además, la presencia de esta sintomatología interfiere en el desempeño de las actividades de la vida cotidiana.
¿Cuándo buscar ayuda? La tristeza es un estado común, como respuesta ante una pérdida o cambios hormonales. Se convierte en depresión cuando surge la incapacidad de afrontar el día a día, cuando las emociones se tornan limitantes, y, como antes he reflejado, se extiende en el tiempo. Es entonces cuando uno debe buscar ayuda psicológica.
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Parece que de la era de la razón que imperaba en el siglo XVIII, hemos pasado a la era de la emoción, en el siglo XXI, con su eslogan:“siente más, piensa menos”. Hay millones de artículos, de libros e investigaciones que versan sobre esta temática. Quizás en esto haya influido el hecho de que cada vez hay más trastornos del estado de ánimo. O que, la inteligencia emocional, cobra cada vez mayor relevancia, sobretodo a la hora de relacionarse.
De manera muy resumida, Daniel Goleman, define la inteligencia emocional como la capacidad para identificar/ darnos cuenta de nuestras propias emociones, y comprender los sentimientos de los demás. En este sentido, las emociones son adaptativas: las emociones positivas nos acercan a ciertas situaciones; mientras las negativas, nos alejan.
Cuando llevamos a cabo conductas sin primero reflexionar, de manera impulsiva, dejándonos llevar por las emociones sin antes habernos detenido a identificarlas, a hacerlas conscientes, es como abrir la puerta de nuestra casa al oír el timbre, sin antes mirar por la mirilla a ver de quién se trata. Y, evidentemente, ya no sólo existe el peligro de dar una respuesta equívoca al abrir la puerta a quien no se debía, de ejecutar X respuesta que no se debía, sino que uno no abre la puerta vestido de igual manera a su vecino, que a un amigo, o a un novio/a; uno no responde (o no debería) del mismo modo ante personas de diferentes contextos (trabajo/amigos/familia). Es decir, para que nuestra respuesta se ajuste correctamente al contexto, uno no puede actuar de manera irreflexiva, exaltada.
Leslie Greenberg y Lorne Korman dicen “si la emoción no se experimenta conscientemente, se ejecuta sin la experiencia de la emoción. Sin embargo, si se bloquea el camino, se desarrolla una consciencia más fuerte del sentimiento”. Es decir, en la impulsividad, en la tendencia a la acción sin reflexión, no se experimenta la emoción de manera consciente, por lo que uno puede actuar totalmente en contra de lo que realmente siente (y luego arrepentirse). Esta idea podríamos llevarla más allá, planteándola como causa de la siguiente hipótesis: las personas impulsivas suelen ser menos introspectivas, y suelen, por tanto y también, tener menos consciencia de su mundo interior; en este caso, de su mundo emocional. En cambio, aquellas personas que no actúan por impulsos, suelen ser más reflexivas, poseyendo más conocimiento de sí mismas y sus emociones. De este modo, la disposición ante la acción determinaría el autoconocimiento.
Ahora bien, no se trata de ser una persona que no actúe sin antes reflexionar, de vivir en un mundo de caracoles, se trata de poder identificar nuestras emociones y, después, actuar.
Este aprendizaje (del mundo interno y las emociones propias y ajenas), para una persona que le cueste mucho dejar de ser impulsiva, llevará su tiempo. Pero verá mejorar su calidad de vida con creces, tanto consigo misma, como con los otros.
Como reflexión final, la sociedad necesita tomar conciencia de la importancia de reconocer los propios sentimientos, puesto que va ligado a un proceso de maduración, necesario para construirnos como personas y comportarnos como tal, en un mundo de relaciones humanas. Éstas mejorarían si nos conociésemos más, y es que, sobre la autoconsciencia se erige la empatía.
Greenberg, L. y Korman, L. (1994), “La integración de la emoción en Psicoterapia”, Revista de Psicoterapia, vol. IV, nº 16, págs. 5-19.
Goleman, D. (2001). Inteligencia Emocional. Editorial Kairós.
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Hoy en día, es común acudir al psicólogo cuando uno se siente triste, ansioso o preocupado. La figura del psicólogo ha logrado, en los últimos años, despegarse de aquella imagen de loquero al que sólo acudían “dementes”. Sin embargo, parece seguir costando lanzarse a pedir ayuda de un profesional de la salud, y, muchas veces, pese a uno sentirse mal, se esperan varios meses a iniciar un proceso terapéutico, con la esperanza de no tener que llegar a comenzarlo; o se acude a terapia desde el comienzo de la necesidad, pero se mantiene en secreto ante amigos y conocidos, como si fuese motivo de vergüenza.
Cuando a una persona le duele la garganta o la tripa, acude al médico de cabecera rápidamente, con temor a padecer algún tipo de enfermedad, o, en la mayoría de los casos, para recibir un tratamiento. Y se comenta con naturalidad el haber ido al médico. Pero, ¿por qué no pasa lo mismo cuando lo que nos duele no es observable? Cuando nos duelen los sentimientos y los pensamientos, parece más fácil negar la problemática, y, por tanto, negar la necesidad de ayuda. Pero la negación no elimina los hechos (los afectos/pensamientos), sólo hace vigente la dificultad de asumirlos.
Parece que vivimos en una sociedad que tiene miedo a sentir, a sentir emociones negativas, a sufrir. Una sociedad que tiene dictado como norma ser feliz, y lo contrario debe ser ocultado.
En mi opinión, uno debe intentar ser feliz en la medida de lo posible, y esta felicidad consiste en poder disfrutar de la vida y sus pequeñas cosas, aceptando el dolor y la tristeza cuando aparecen; e intentando lidiar con ellas, para entender sus significados y permitirnos ser nosotros mismos. Y, a veces, uno solo no puede descifrar sus emociones, ya sea por miedo, falta de tiempo, necesidad de un punto de vista externo… Conflicto que ayuda a resolver un profesional de la psicología.
Una persona que se prohíba estar triste está condenada a la infelicidad. Uno tiene que cuidarse, porque es sinónimo de quererse, y este es el primer paso para poder ser feliz.
En esta línea, algunas personas nos han comentado su opinión sobre ir al psicólogo:
M., 22 años:
“No es la primera vez que antes de ir a un psicólogo me asaltan dudas y temores. En otras ocasiones, me he planteado si debería consultar uno, y no lo he hecho por ese miedo o vergüenza a mostrar debilidad.
Supongo que es fácil ir a la consulta de un médico para hablarle de un dolor de cabeza, y que me despache rápidamente con algún medicamento recetado, sin preámbulos ni preguntas. Sin embargo, eso de sentare en frente de alguien a contarle lo que me perturba y no me deja dormir por las noches, se me hace cuesta arriba. No es fácil mostrarse a uno mismo tal y como es, en esencia plena, sin disfraces ni corazas.
A veces soslayo que es humano sentir miedo, tristeza, apatía, o incluso ganas de morir, en alguna ocasión, pero parece que el mundo no está dispuesto a que digamos esto en voz alta, y, más bien, lo ha convertido en una vergüenza o un tabú”.
L., 25 años:
“Fui al psicólogo cuando era pequeña, y la verdad que me ayudó muchísimo. Hay gente que cree que no es necesario este tipo de especialista, porque es una “chorrada”, pero pienso que su función es muy importante. El simple hecho de que una persona te escuche, ya es de ayuda, pero si, además, sabe indagar en ti y darte puntos de vista diferentes que te hagan pensar, e, incluso, recapacitar, es aún más importante.
El miedo a ir al psicólogo no siento que sea por uno mismo, sino por el qué dirán. A día de hoy, hay personas que no se atreven, por así decirlo, a decir en voz alta que necesitan ayuda de esta clase de especialistas, o que ya están siendo ayudados por ellos. Muchas veces se dice “qué valiente eres por dar ese paso”, pero, desde mi punto de vista, es como decirle a alguien que se ha clavado algo en un pie, que qué valiente es por ir al médico a que se lo saquen.
Ir al psicólogo es un paso que hay que dar cuando te encuentras mal contigo mismo, o en alguna situación de tu vida. No quiere decir que estés “loco”, ni mucho menos, es saber cuándo necesitas ayuda”.
¡Muchas gracias por vuestra opinión!
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Estas son algunas de las palabras y emociones que acompañan un momento o proceso de crisis existencial, o lo que es lo mismo, un conflicto del eigenwelt, del mundo propio.
Pero, ¿en qué consiste una crisis existencial, más allá de su sintomatología?
La autoconciencia se cuestiona su propia conciencia: ¿quién soy? Produciéndose la alienación del Yo, al no encontrar respuestas. Este desconocimiento del self resta autonomía, lo que afecta de forma negativa al ejercicio de la libertad en la propia existencia, pues se diluye o difumina el proyecto existencial, al perderse el sentido de elección: la autodeterminación. Esto genera desesperanza, confusión, extrañeza y distanciamiento del Yo, manifestados mediante el bloqueo de la parte emocional- vivencial.
Esta crisis del eigenwelt afecta, también, al mundo de las interrelaciones (con los demás), al mitwelt: al estar alienado de sí mismo, uno puede lanzarse al mundo exterior, en busca de un otro; como forma de reducir la angustia de ese vacío interno; como forma de olvidar, de negar el conflicto existencial. En este caso, la identidad quedaría sostenida únicamente sobre los demás. No habría lugar a un verdadero encuentro Yo- Otro, pues la empatía se erige sobre la autoconciencia, sin ella estaría condenado a la inautenticidad, a vagar pseudorelacionándose. O bien puede recluirse, distanciándose del mundo social, quedándose en esa nada de un Yo que parece haberse perdido, hasta incluso, aniquilarlo. Esta huida hacia la soledad, de forma drástica, puede desembocar en forma de psicosis; pues la existencia, el ser uno, y no otro, se da en relación significativa con un otro. Es decir, la conciencia del Yo va unida a la conciencia del Mundo.
¿Cómo trabajar estos procesos desde la Terapia Focalizada en la Emoción/Emotion-Focused Therapy?
Disfunción emocional esquemática: escisión del Yo.
Esquema desadaptativo del sí mismo en el mundo.
Pérdida de control.
Vulnerabilidad, desesperanza, indefensión… Malestar (emociones primarias): son el resultado de esquemas emocionales desadaptativos primarios, o de emociones secundarias y secuencias cognitivo- emocionales complejas.
Inseguridad (emoción primaria desadaptativa): sensación de desvalimiento + creencias disfuncionales (expectativas asociadas). Conforman el esquema emocional desadaptativo central.
Enfado, tristeza, la naúsea de Sartre: emociones secundarias.
Al no tener acceso a la emoción primaria, se produce la respuesta de desorientación o bloqueo. Y, como las emociones primarias poseen una estructura problemática, al dejar al sujeto en un estado de fragilidad, se produce la emoción secundaria de enfado, tristeza, o hastío.
Además, existe un conflicto en la generación de significados; tanto a nivel cognitivo- conceptual, pues la narrativa, el significado intelectual del ser, de la vida, se cuestiona; como a nivel emocional- vivencial, pues se ha perdido el significado emocional- existencial de la vida, produciéndose una desconexión con el vivir. Al encontrarse el significado sentido anulado/ contradicho/ dominado por el significado conceptual, se produce una escisión del Yo, un extrañamiento del sí mismo, y un vivir “en falso”. La simbolización se ve mermada, al no hacer uso de la información contenida en la respuesta emocional, dando lugar a las emociones primarias desadaptativas (inseguridad, desvalimiento); y, las secundarias (enfado, tristeza), que generan inautenticidad e inadaptación.
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Todo el mundo habla estos días sobre la muerte del joven malagueño Pablo Ráez, a causa de la leucemia. Sin embargo, ¿cuántas personas mueren de cáncer al año en España? Solamente en el año 2012, murieron 215.534 personas, de entre las cuales, 85.427 tenían menos de sesenta y cinco años (datos recogidos de Globocan). Es decir, que cada año mueren en España más de 200.000 personas a causa del cáncer. ¿Por qué entre tantas muertes sólo una se ha hecho con el eco de los medios de comunicación para ser tratada de heroicidad?
En mi opinión, quienes son héroes de verdad son las personas que acompañan a estos enfermos hasta el final; capaces de demostrarles su amor, su incondicionalidad, sabiendo que cualquier día puede ser el último, o no. Viviendo y manejando el dolor de esta incertidumbre, de esta amenaza de pérdida, de esta imposición de duelo; sin venirse abajo, sin desesperarse, porque el enfermo puede elegir dejar de luchar, pero el cuidador no.
El enfermo se va, pero el cuidador se queda. Y la lucha, que hasta el momento consistía en atender la presencia del ser querido, se convierte ahora en la lucha por lidiar con su ausencia.
¿Qué es el duelo? Sabemos que es el periodo de tristeza tras perder a un ser querido. Sin embargo, no todos reaccionamos del mismo modo ante esta pérdida: algunas personas no logran acceder al dolor, mientras otras son aplastadas por la aflicción. Ambas formas de reacción no son sanas, y, probablemente, sea necesario recibir ayuda. ¿Cuál es entonces la respuesta normal? Quizás hablar de normalidad no sea del todo adecuado, considero mejor hablar de la respuesta más sana. ¿Y cuál es? Sentir dolor, pero sin llegar al descontrol. Este dolor se compone de aturdimiento emocional, incapacidad para creer que la pérdida es real, ansiedad por el sufrimiento de haber perdido a alguien, angustia, tristeza, insomnio, pérdida de apetito, cansancio, culpa o pérdida de interés en la vida. Estos síntomas comienzan ante la pérdida real del ser querido, y los síntomas desaparecen paulatinamente con el tiempo (generalmente, entre seis meses y dos años).
Nuestra respuesta ante la pérdida va a estar determinada por condicionantes que, además, van a marcar la necesidad o no de recibir ayuda. Así, podemos distinguir entre estos factores: el tipo de vínculo que nos une a la persona enferma, el tipo de personalidad de ésta y su forma de situarse ante la enfermedad, su edad, si la muerte era esperada o no, la cantidad de apoyo, la religión y la cultura del enfermo y de la persona que está de luto, así como la situación social y financiera, también, de ambos.
De esta manera, si la sintomatología desencadenada por la muerte del ser querido no resulta muy perturbadora, no nos impide continuar con nuestra rutina, y, con el tiempo, vemos cómo los síntomas decrecen en cantidad e intensidad, no es necesario recibir ayuda de un profesional. Sin embargo, muchas veces, cuando estamos muy unidos a alguien, no sucede esto, y nos resulta realmente problemático situarnos ante la muerte. Por ello, es importante buscar ayuda, pues podemos quedar enquistados a una pérdida el resto de nuestra vida. Y qué terrible sería que una muerte se llevase dos vidas.
Dos jóvenes, de 24 y 25 años, han querido compartir sus vivencias. Ambas perdieron a su padre a causa del cáncer.
Hace dos años, M. perdió a su padre por un cáncer de páncreas:
“Cuando muere alguien que quieres tanto, y que crees indispensable para ser feliz, es bastante difícil incorporar ese sentimiento a tu día a día. Sobre todo si la causa fue un cáncer tan devastador que no dio lugar a la esperanza, y que le hizo sufrir tantísimo, hasta que no pudo aguantar más”.
Hace menos de un año, A. perdió a su padre por un cáncer de hígado con metástasis:
“Recuerdo exactamente el momento en el que me dijeron que mi padre tenía cáncer. No sólo tenía cáncer, sino que le quedaba entre uno y tres meses de vida. No me lo creía… No podía creer que me estuviese pasando a mí. Durante la enfermedad no eres consciente, en parte porque mi padre estaba conmigo igual que siempre, y porque sólo duró tres semanas… Realmente, ni siquiera te da tiempo de hacerte a la idea. Para mí, lo realmente duro ha sido el después. Al principio todo el mundo se vuelca contigo, recibes miles de llamadas, de apoyo… Pero después… Después, ¿qué? Ahí es donde realmente empieza el problema, el tener que aprender a vivir sin esa persona. Estaba realmente enfadada con el mundo, porque el cáncer me había arrebatado a la persona que yo más quiero en el mundo. De hecho, al principio, durante los primeros meses, lo único que me calmaba era pensar que él estaba de viaje, que volvería en diez días. Después de esos dos meses en los que había días que me los pasaba enteros pasivo-depresiva en el sofá, y otros en los que estaba hiperactiva y no paraba en todo el día sólo para no pensar, decidí ir a terapia. Primero fui a una psicóloga de la Asociación Española Contra el Cáncer (era gratis), pero después de dos sesiones, a la vuelta de vacaciones, me dijo que como no podía cuadrarme en los grupos de apoyo que impartían allí, no íbamos a seguir con las sesiones individuales. Ese es el problema en España con el tratamiento psicológico gratuito, o vía seguridad social, que como están desbordados y no tienen medios, o tienes ideas suicidas o si no no te tratan. Imagina cómo me sentí, te abres a una persona, le cuentas todas tus miserias, y, de repente, te da la patada. Pasaron varios meses en los que la angustia, la tristeza y el odio al universo seguían ahí, pero me dediqué a mantenerme ocupada el máximo tiempo posible, entre el trabajo, el máster y las gestiones de la herencia ocupaba el 80% del tiempo de mis semanas; y el otro 20% lo empleaba en salir, conocer gente y continuar como si nada. Pero había días que ni eso me podía apartar de mis emociones, mis sueños me aterrorizaban por las noches, pesadillas en las que sabía que mi padre se iba a morir y no podía hacer nada para salvarlo. Ocho meses después de su muerte, decidí ponerme en contacto con una psicóloga que me habían recomendado, y he de decir que ha sido lo mejor que he podido hacer. Es mi momento a la semana de dejarme sentir, de decir todo lo que siento, cómo lo siento y cómo puedo mejorar. Me sirve también para poner mis ideas en orden, porque hay veces que cuando no exteriorizamos todo lo que pensamos, en nuestra cabeza están todos esos pensamientos como una maraña caótica, pero al exponérselos a una persona, que además al no ser de tu entorno resulta más fácil contarle ciertas cosas, sirve para ordenarte la mente. Empiezo a dormir mejor y, aunque la tristeza sigue ahí de forma más constante, por lo menos empiezo a poder controlarla sin que me desborde, porque antes no estaba tan presente, ya que huía de ella, pero cuando salía me desbordaba en todos los sentidos“.
¡Muchas gracias a las dos, por haber compartido vuestra historia!
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