Parece que de la era de la razón que imperaba en el siglo XVIII, hemos pasado a la era de la emoción, en el siglo XXI, con su eslogan:“siente más, piensa menos”. Hay millones de artículos, de libros e investigaciones que versan sobre esta temática. Quizás en esto haya influido el hecho de que cada vez hay más trastornos del estado de ánimo. O que, la inteligencia emocional, cobra cada vez mayor relevancia, sobretodo a la hora de relacionarse.
De manera muy resumida, Daniel Goleman, define la inteligencia emocional como la capacidad para identificar/ darnos cuenta de nuestras propias emociones, y comprender los sentimientos de los demás. En este sentido, las emociones son adaptativas: las emociones positivas nos acercan a ciertas situaciones; mientras las negativas, nos alejan.
Cuando llevamos a cabo conductas sin primero reflexionar, de manera impulsiva, dejándonos llevar por las emociones sin antes habernos detenido a identificarlas, a hacerlas conscientes, es como abrir la puerta de nuestra casa al oír el timbre, sin antes mirar por la mirilla a ver de quién se trata. Y, evidentemente, ya no sólo existe el peligro de dar una respuesta equívoca al abrir la puerta a quien no se debía, de ejecutar X respuesta que no se debía, sino que uno no abre la puerta vestido de igual manera a su vecino, que a un amigo, o a un novio/a; uno no responde (o no debería) del mismo modo ante personas de diferentes contextos (trabajo/amigos/familia). Es decir, para que nuestra respuesta se ajuste correctamente al contexto, uno no puede actuar de manera irreflexiva, exaltada.
Leslie Greenberg y Lorne Korman dicen “si la emoción no se experimenta conscientemente, se ejecuta sin la experiencia de la emoción. Sin embargo, si se bloquea el camino, se desarrolla una consciencia más fuerte del sentimiento”. Es decir, en la impulsividad, en la tendencia a la acción sin reflexión, no se experimenta la emoción de manera consciente, por lo que uno puede actuar totalmente en contra de lo que realmente siente (y luego arrepentirse). Esta idea podríamos llevarla más allá, planteándola como causa de la siguiente hipótesis: las personas impulsivas suelen ser menos introspectivas, y suelen, por tanto y también, tener menos consciencia de su mundo interior; en este caso, de su mundo emocional. En cambio, aquellas personas que no actúan por impulsos, suelen ser más reflexivas, poseyendo más conocimiento de sí mismas y sus emociones. De este modo, la disposición ante la acción determinaría el autoconocimiento.
Ahora bien, no se trata de ser una persona que no actúe sin antes reflexionar, de vivir en un mundo de caracoles, se trata de poder identificar nuestras emociones y, después, actuar.
Este aprendizaje (del mundo interno y las emociones propias y ajenas), para una persona que le cueste mucho dejar de ser impulsiva, llevará su tiempo. Pero verá mejorar su calidad de vida con creces, tanto consigo misma, como con los otros.
Como reflexión final, la sociedad necesita tomar conciencia de la importancia de reconocer los propios sentimientos, puesto que va ligado a un proceso de maduración, necesario para construirnos como personas y comportarnos como tal, en un mundo de relaciones humanas. Éstas mejorarían si nos conociésemos más, y es que, sobre la autoconsciencia se erige la empatía.
Greenberg, L. y Korman, L. (1994), “La integración de la emoción en Psicoterapia”, Revista de Psicoterapia, vol. IV, nº 16, págs. 5-19.
Goleman, D. (2001). Inteligencia Emocional. Editorial Kairós.
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