¿Quién es? ¿Qué características tiene? ¿Por qué son así? ¿Cómo se defienden y de qué?
Identificando y comprendiendo
al perverso narcisista:
Para empezar, se trata de un tipo de perversión, no de tipo sexual, sino moral: La única ley que existe es la que conviene según el deseo o intereses de cada instante.
¿Por qué?
La persona se defiende de un ser
frágil, “de un ser a punto de perderse a sí mismo”. Como si hubiese un gran
roto dentro de ellos, y no pudieran mirarlo, aceptarlo. Lo niegan, lo tapan.
¿Cómo se defienden, cómo tapan su herida?
Negando este dolor, proyectándolo
en el otro. Expulsan los conflictos fuera, como si no pudieran combatirlos
dentro. A través de culpar al otro, de manipularlo como si fuera un objeto en
lugar de un ser humano, de menospreciarlo, consiguen no sólo valorarse a sí
mismos, sino incluso llegar a sobrevalorarse. Así, se torna una fuente de
placer el hacer sentir mal al otro. Es decir, necesitan pisar al de al lado
para poder sentirse bien, porque en el fondo de ellos, aunque muy tapado, hay
una depresión.
¿Qué características presentan?
En primer lugar, sienten que no deben nada a nadie, ni esperan nada de nadie.
En segundo lugar, no tienen rival, ya que no reconocen a ningún superior.
Además, se valorizan degradando al otro.
En relación con el punto anterior, sin público no son nada, sin un otro. Ya que el otro es el vehículo de su bienestar.
Tampoco tienen consciencia del carácter perverso de sus actos, de cómo hieren, humillan, incomodan…
En este sentido, se trata de un pensamiento que desmentaliza al otro: fragmenta, escinde, desorienta al otro. El otro no entiende el sentido de lo que está recibiendo.
En relación con esa desorientación que generan, enmascaran, disimulan, los fines de sus actos.
Actúan sin pensar.
Les caracteriza el uso de dos imperativos: nunca depender de otro, y nunca sentirse inferior. ¡Ya que les haría conectar con la vulnerabilidad que con tanto empeño tapan!
No se trata de “ser”, o de “tener”, sino de “parecer”. No les importa lo que realmente haya detrás, por lo que les caracteriza la inautenticidad.
Niegan los límites.
Les cuesta identificarse con alguien.
Finalmente, sin todos estos mecanismos tan dañinos para el otro, pero tan vitales y tan necesarios para ellos, se verían perdidos, caerían en una depresión profunda.
Ahora sí, para terminar, si quieres conocer más sobre Las perversiones Narcisistas, te dejo el siguiente vídeo de SoyPsicoanalisis.
Y si identificas que tienes cerca de ti a una persona que cumple estas características, y que te hace daño, no dudes en contactar con nosotros para aprender a poner límites y gestionar esa relación.
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Los abusos sexuales ocurren mucho más frecuentemente de lo que creemos, pero sus víctimas suelen caer presas del silencio; resultado de la culpa y la vergüenza de sentirse responsables.
¿Quiénes cometen estos abusos? De pequeños nos dicen que tengamos cuidado con los extraños, que nos pueden hacer daño, que no vayamos con personas desconocidas. Sin embargo, la mayoría de abusos sexuales en la infancia y adolescencia son cometidos por personas muy cercanas, personas que son aparentemente afectuosas y agradables. Personas que jamás uno podría pensar que le harían daño, y menos, de esa manera: los propios padres, que buscan un sustituto a sus insatisfacciones; los tíos o abuelos; los cuidadores; o el personal doméstico, son quienes abusan de la ignorancia y de la inocencia de los niños.
Estas personas adultas confunden los juegos de los niños con los deseos de una persona madura sexualmente, y comienzan actos sexuales sin pensar en las consecuencias (tan terribles para la víctima). Confunden la ternura de un niño, con el deseo sexual del adulto.
¿Cómo afecta el abuso sexual al comportamiento y los sentimientos del niño? Su primera reacción será de rechazo, odio, desagrado, y opondrá una violenta resistencia. Verbalizará un “¡¡déjame!!” al agresor, salvo que esté inhibida por un temor intenso. Y es que los niños se sienten física y moralmente indefensos; su personalidad es aún débil para protestar; incluso mentalmente, la fuerza y la autoridad aplastante de los adultos los dejan mudos.
Cuando este temor alcanza su punto culminante, les obliga a someterse automáticamente a la voluntad del agresor, a adivinar su menor deseo, a obedecer olvidándose totalmente de sí e identificarse por completo con el agresor. Esta identificación con el abusador comprende la negación de lo ocurrido, debido a la incapacidad de hacerle frente, y la lucha del infante por mantener una relación de ternura con el agresor. Como si el niño no pudiese ver el odio del agresor en su mirada, cuando abusa de él, y se obcecase en recordar la mirada tierna que le devolvía cuando aún no había comenzado este maltrato sexual.
Se calcula que dos de cada diez personas han sufrido abuso sexual alguna vez en la vida. Sin embargo, el niño o el adolescente suelen callarlo hasta llegada la juventud, incluso hay personas que nunca lo dirán. ¿Por qué?
En la identificación con el agresor, si éste no muestra culpa o remordimiento por el acto cometido, la culpa termina siendo introyectada, incorporada, tomada, por la víctima. Es decir, como si la culpa quedase en el aire, y uno tuviese que tomarla, responsabilizándose de lo sucedido; viendo el niño que el adulto no lo hace, se culpa a sí mismo. Esto provoca una ruptura en el psiquismo de la víctima, pues se siente al mismo tiempo inocente y culpable; se ha roto la confianza en el testimonio de sus propios sentidos.
Casi siempre el agresor se comporta como si nada ocurriera y se consuela con la idea: “no es más que un niño, aún no sabe nada, lo olvidará todo”. Y, en general, la relación con una segunda persona de confianza, por ejemplo, la madre, no son lo suficientemente íntimas para que el niño pueda hallar ayuda en ella. Si lo hace, la madre lo califica de tonterías.
Los abusos sexuales marcarán una dificultad en el desarrollo sexual de la víctima. También teñirá de desconfianza sus relaciones personales más cercanas, pues ningún amor será ya del todo seguro.
Quizás, si se pudiese subrayar lo más traumático de ser abusado sexualmente por alguien del entorno cercano, sería la mirada de odio del agresor, que hasta entonces se consideraba figura de amor. Esa mirada que sorprende, espanta y traumatiza.
La persona que ha sufrido este tipo de violencia queda marcada para el resto de su vida. Los pacientes suelen decir “me ha jodido la vida”. Habrá que trabajar en terapia esta huella tan terrible, para recuperar la identidad que quedó fragmentada, y curar la herida de perder el amor a uno mismo, manchada por la culpabilidad que una víctima se castigó con cargar a sus espaldas.
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“Estoy triste”, “estoy deprimido”, “no tengo ganas de nada”. Son algunas de las frases asociadas comúnmente a la depresión, sin saber realmente bien a qué nos estamos refiriendo. Todo el mundo se ha sentido alguna vez con el ánimo caído, pero, ¿cuándo estamos verdaderamente ante un caso de depresión? Y, ¿qué es exactamente la depresión, estar triste, o algo más?
Una de las características principales de la depresión es la tristeza, pero aparece acompañada de otros síntomas, como pensamientos negativos acerca de uno mismo, el mundo y el futuro; disminución de la energía; o insomnio.
Mientras la tristeza es un tono vital bajo, y una de las características de la depresión, la depresión es un estado de ánimo. Es decir, más constante, duradera, y con mayor presencia sintomatológica.
Así, el trastorno o episodio depresivo mayor, que es el desorden afectivo más común, dentro de la depresión, se caracteriza por la presencia, durante al menos dos semanas, de un estado de ánimo deprimido, y desinterés o disminución del placer en cualquier actividad. Estos síntomas van acompañados de otros, como: la pérdida o el aumento de peso, el insomnio o hipersomnia (exceso de sueño), agitación o enlentecimiento psicomotor, bradipsiquia (enlentecimiento psíquico), fatiga, sentimiento de inutilidad o culpa, dificultad para concentrarse o indecisión, y/o pensamientos recurrentes de muerte o suicidio. Además, la presencia de esta sintomatología interfiere en el desempeño de las actividades de la vida cotidiana.
¿Cuándo buscar ayuda? La tristeza es un estado común, como respuesta ante una pérdida o cambios hormonales. Se convierte en depresión cuando surge la incapacidad de afrontar el día a día, cuando las emociones se tornan limitantes, y, como antes he reflejado, se extiende en el tiempo. Es entonces cuando uno debe buscar ayuda psicológica.
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Todo el mundo habla estos días sobre la muerte del joven malagueño Pablo Ráez, a causa de la leucemia. Sin embargo, ¿cuántas personas mueren de cáncer al año en España? Solamente en el año 2012, murieron 215.534 personas, de entre las cuales, 85.427 tenían menos de sesenta y cinco años (datos recogidos de Globocan). Es decir, que cada año mueren en España más de 200.000 personas a causa del cáncer. ¿Por qué entre tantas muertes sólo una se ha hecho con el eco de los medios de comunicación para ser tratada de heroicidad?
En mi opinión, quienes son héroes de verdad son las personas que acompañan a estos enfermos hasta el final; capaces de demostrarles su amor, su incondicionalidad, sabiendo que cualquier día puede ser el último, o no. Viviendo y manejando el dolor de esta incertidumbre, de esta amenaza de pérdida, de esta imposición de duelo; sin venirse abajo, sin desesperarse, porque el enfermo puede elegir dejar de luchar, pero el cuidador no.
El enfermo se va, pero el cuidador se queda. Y la lucha, que hasta el momento consistía en atender la presencia del ser querido, se convierte ahora en la lucha por lidiar con su ausencia.
¿Qué es el duelo? Sabemos que es el periodo de tristeza tras perder a un ser querido. Sin embargo, no todos reaccionamos del mismo modo ante esta pérdida: algunas personas no logran acceder al dolor, mientras otras son aplastadas por la aflicción. Ambas formas de reacción no son sanas, y, probablemente, sea necesario recibir ayuda. ¿Cuál es entonces la respuesta normal? Quizás hablar de normalidad no sea del todo adecuado, considero mejor hablar de la respuesta más sana. ¿Y cuál es? Sentir dolor, pero sin llegar al descontrol. Este dolor se compone de aturdimiento emocional, incapacidad para creer que la pérdida es real, ansiedad por el sufrimiento de haber perdido a alguien, angustia, tristeza, insomnio, pérdida de apetito, cansancio, culpa o pérdida de interés en la vida. Estos síntomas comienzan ante la pérdida real del ser querido, y los síntomas desaparecen paulatinamente con el tiempo (generalmente, entre seis meses y dos años).
Nuestra respuesta ante la pérdida va a estar determinada por condicionantes que, además, van a marcar la necesidad o no de recibir ayuda. Así, podemos distinguir entre estos factores: el tipo de vínculo que nos une a la persona enferma, el tipo de personalidad de ésta y su forma de situarse ante la enfermedad, su edad, si la muerte era esperada o no, la cantidad de apoyo, la religión y la cultura del enfermo y de la persona que está de luto, así como la situación social y financiera, también, de ambos.
De esta manera, si la sintomatología desencadenada por la muerte del ser querido no resulta muy perturbadora, no nos impide continuar con nuestra rutina, y, con el tiempo, vemos cómo los síntomas decrecen en cantidad e intensidad, no es necesario recibir ayuda de un profesional. Sin embargo, muchas veces, cuando estamos muy unidos a alguien, no sucede esto, y nos resulta realmente problemático situarnos ante la muerte. Por ello, es importante buscar ayuda, pues podemos quedar enquistados a una pérdida el resto de nuestra vida. Y qué terrible sería que una muerte se llevase dos vidas.
Dos jóvenes, de 24 y 25 años, han querido compartir sus vivencias. Ambas perdieron a su padre a causa del cáncer.
Hace dos años, M. perdió a su padre por un cáncer de páncreas:
“Cuando muere alguien que quieres tanto, y que crees indispensable para ser feliz, es bastante difícil incorporar ese sentimiento a tu día a día. Sobre todo si la causa fue un cáncer tan devastador que no dio lugar a la esperanza, y que le hizo sufrir tantísimo, hasta que no pudo aguantar más”.
Hace menos de un año, A. perdió a su padre por un cáncer de hígado con metástasis:
“Recuerdo exactamente el momento en el que me dijeron que mi padre tenía cáncer. No sólo tenía cáncer, sino que le quedaba entre uno y tres meses de vida. No me lo creía… No podía creer que me estuviese pasando a mí. Durante la enfermedad no eres consciente, en parte porque mi padre estaba conmigo igual que siempre, y porque sólo duró tres semanas… Realmente, ni siquiera te da tiempo de hacerte a la idea. Para mí, lo realmente duro ha sido el después. Al principio todo el mundo se vuelca contigo, recibes miles de llamadas, de apoyo… Pero después… Después, ¿qué? Ahí es donde realmente empieza el problema, el tener que aprender a vivir sin esa persona. Estaba realmente enfadada con el mundo, porque el cáncer me había arrebatado a la persona que yo más quiero en el mundo. De hecho, al principio, durante los primeros meses, lo único que me calmaba era pensar que él estaba de viaje, que volvería en diez días. Después de esos dos meses en los que había días que me los pasaba enteros pasivo-depresiva en el sofá, y otros en los que estaba hiperactiva y no paraba en todo el día sólo para no pensar, decidí ir a terapia. Primero fui a una psicóloga de la Asociación Española Contra el Cáncer (era gratis), pero después de dos sesiones, a la vuelta de vacaciones, me dijo que como no podía cuadrarme en los grupos de apoyo que impartían allí, no íbamos a seguir con las sesiones individuales. Ese es el problema en España con el tratamiento psicológico gratuito, o vía seguridad social, que como están desbordados y no tienen medios, o tienes ideas suicidas o si no no te tratan. Imagina cómo me sentí, te abres a una persona, le cuentas todas tus miserias, y, de repente, te da la patada. Pasaron varios meses en los que la angustia, la tristeza y el odio al universo seguían ahí, pero me dediqué a mantenerme ocupada el máximo tiempo posible, entre el trabajo, el máster y las gestiones de la herencia ocupaba el 80% del tiempo de mis semanas; y el otro 20% lo empleaba en salir, conocer gente y continuar como si nada. Pero había días que ni eso me podía apartar de mis emociones, mis sueños me aterrorizaban por las noches, pesadillas en las que sabía que mi padre se iba a morir y no podía hacer nada para salvarlo. Ocho meses después de su muerte, decidí ponerme en contacto con una psicóloga que me habían recomendado, y he de decir que ha sido lo mejor que he podido hacer. Es mi momento a la semana de dejarme sentir, de decir todo lo que siento, cómo lo siento y cómo puedo mejorar. Me sirve también para poner mis ideas en orden, porque hay veces que cuando no exteriorizamos todo lo que pensamos, en nuestra cabeza están todos esos pensamientos como una maraña caótica, pero al exponérselos a una persona, que además al no ser de tu entorno resulta más fácil contarle ciertas cosas, sirve para ordenarte la mente. Empiezo a dormir mejor y, aunque la tristeza sigue ahí de forma más constante, por lo menos empiezo a poder controlarla sin que me desborde, porque antes no estaba tan presente, ya que huía de ella, pero cuando salía me desbordaba en todos los sentidos“.
¡Muchas gracias a las dos, por haber compartido vuestra historia!
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