EL TRAUMA DEL ABUSO SEXUAL

 

 

Los abusos sexuales ocurren mucho más frecuentemente de lo que creemos, pero sus víctimas suelen caer presas del silencio; resultado de la culpa y la vergüenza de sentirse responsables.

¿Quiénes cometen estos abusos? De pequeños nos dicen que tengamos cuidado con los extraños, que nos pueden hacer daño, que no vayamos con personas desconocidas. Sin embargo, la mayoría de abusos sexuales en la infancia y adolescencia son cometidos por personas muy cercanas, personas que son aparentemente afectuosas y agradables. Personas que jamás uno podría pensar que le harían daño, y menos, de esa manera: los propios padres, que buscan un sustituto a sus insatisfacciones; los tíos o abuelos; los cuidadores; o el personal doméstico, son quienes abusan de la ignorancia y de la inocencia de los niños.

Estas personas adultas confunden los juegos de los niños con los deseos de una persona madura sexualmente, y comienzan actos sexuales sin pensar en las consecuencias (tan terribles para la víctima). Confunden la ternura de un niño, con el deseo sexual del adulto.

¿Cómo afecta el abuso sexual al comportamiento y los sentimientos del niño? Su primera reacción será de rechazo, odio, desagrado, y opondrá una violenta resistencia. Verbalizará un “¡¡déjame!!” al agresor, salvo que esté inhibida por un temor intenso. Y es que los niños se sienten física y moralmente indefensos; su personalidad es aún débil para protestar; incluso mentalmente, la fuerza y la autoridad aplastante de los adultos los dejan mudos.

Cuando este temor alcanza su punto culminante, les obliga a someterse automáticamente a la voluntad del agresor, a adivinar su menor deseo, a obedecer olvidándose totalmente de sí e identificarse por completo con el agresor. Esta identificación con el abusador comprende la negación de lo ocurrido, debido a la incapacidad de hacerle frente, y la lucha del infante por mantener una relación de ternura con el agresor. Como si el niño no pudiese ver el odio del agresor en su mirada, cuando abusa de él, y se obcecase en recordar la mirada tierna que le devolvía cuando aún no había comenzado este maltrato sexual.

Se calcula que dos de cada diez personas han sufrido abuso sexual alguna vez en la vida. Sin embargo, el niño o el adolescente suelen callarlo hasta llegada la juventud, incluso hay personas que nunca lo dirán. ¿Por qué?

En la identificación con el agresor, si éste no muestra culpa o remordimiento por el acto cometido, la culpa termina siendo introyectada, incorporada, tomada, por la víctima. Es decir, como si la culpa quedase en el aire, y uno tuviese que tomarla, responsabilizándose de lo sucedido; viendo el niño que el adulto no lo hace, se culpa a sí mismo. Esto provoca una ruptura en el psiquismo de la víctima, pues se siente al mismo tiempo inocente y culpable; se ha roto la confianza en el testimonio de sus propios sentidos.

Casi siempre el agresor se comporta como si nada ocurriera y se consuela con la idea: “no es más que un niño, aún no sabe nada, lo olvidará todo”. Y, en general, la relación con una segunda persona de confianza, por ejemplo, la madre, no son lo suficientemente íntimas para que el niño pueda hallar ayuda en ella. Si lo hace, la madre lo califica de tonterías.

Los abusos sexuales marcarán una dificultad en el desarrollo sexual de la víctima. También teñirá de desconfianza sus relaciones personales más cercanas, pues ningún amor será ya del todo seguro.

Quizás, si se pudiese subrayar lo más traumático de ser abusado sexualmente por alguien del entorno cercano, sería la mirada de odio del agresor, que hasta entonces se consideraba figura de amor. Esa mirada que sorprende, espanta y traumatiza.

La persona que ha sufrido este tipo de violencia queda marcada para el resto de su vida. Los pacientes suelen decir “me ha jodido la vida”. Habrá que trabajar en terapia esta huella tan terrible, para recuperar la identidad que quedó fragmentada, y curar la herida de perder el amor a uno mismo, manchada por la culpabilidad que una víctima se castigó con cargar a sus espaldas.

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